Desde una de las torres de la famosa catedral gótica de Nôtre Dame, allí donde vivía el jorobado de Victor Hugo, se observa en el ángulo septentrional el impresionante relieve de un anciano con gorro frigio y capa que se apoya con una mano en la balaustrada y con la otra se acaricia la barba: el alquimista, que escruta e interroga la evolución de la Obra. Observa el mundo, vigilante y enigmático; parece desvelar a medias sus profundos secretos compartidos con sus homólogos, aquellos alquimistas canteros que se reunen al parecer los sábados delante de la prodigiosa fachada.
Si fuera posible viajar en el tiempo, sin duda hubiera acudido a alguna de aquellas reuniones delante de Nôtre Dame, pero la verdad es que sólo puedo imaginármelo, sentada en la escalinata de la fachada, mientras alguno de ellos lee en voz alta fragmentos del libro de Fulcanelli.
¡Estoy en la Île de la Cité!
En 1905, durante la construcción del metro parisino, bajo los antiguos fosos de la Bastilla se encontró una estatua de Isis. La gran diosa negra cuyo culto expandieron las legiones romanas hasta las fronteras del imperio estaría en la etimología de la ciudad (Par-Isis, la Barca de Isis). Lo cierto es que la Île de la Cité, vista desde el cielo, se parece a las barcas que en los albores de la historia surcaban el Nilo, en la «tierra negra» de la Alquimia, donde nacieron Hermes Trismegisto y el arte de transmutar en oro los metales viles. La antigua diosa egipcia fue transformada en el siglo XII en virgen negra, y la cripta en la que se le rendía culto puede ser visitada en el subsuelo de la isla, frente a la catedral de Notre Dame.
Fulcanelli, el último alquimista célebre, dedicó su vida y su libro más imperecedero «El misterio de las catedrales» a desvelarnos su misterio cifrado. Estamos ante un libro esotérico de un alquimista desconocido, escrito en 1922 y publicado en 1926. El libro, tan misterioso como su autor, es un estudio minucioso sobre las catedrales góticas de Francia, entre las que se encuentra Nôtre Dame, y nos muestra un análisis detallado del esoterismo reflejado en su arquitectura y escultura.
La propia identidad de Fulcanelli está rodeada de misterio, ya que permanece en el más absoluto misterio. Se cree que pudo haber sido el seudónimo de varios alquimistas y magos franceses trabajando en conjunto, aunque esto, desde ya, pertenece al terreno de las hipótesis.
Para algunos, se trata de un oficial de ingenieros que colaboró con Eugène Emmanuel Viollet-le-Duc en la restauración de Notre Dame; para otros, del propio Jean-Julien de Champagne, que firmó las ilustraciones de «El misterio de las catedrales». Cuentan que murió en 1932, en la buhardilla del 59 bis de la Rue de Rochechouart, cerca de la Gare du Nord, aunque muchos de los hechos relatados en sus obras ocurren después de la II Guerra Mundial, lo que alimenta la fantasía de que consiguió el elixir que brinda la vida eterna, cuya receta leen los iniciados en la fachada de la catedral.
En el capitulo denominado Paris ofrece una explicación sencilla y breve del significado de los símbolos y con ello la relación que existe entre ellos desde el punto de vista de la alquimia y el conocimiento hermético: nos habla de Hermes (mercurio), del significado del dragón, del cáliz, del cayado, y de los relativos al propio simbolismo gótico, su naturaleza hermética y su valor para aquellos que han sido iniciados en este conocimiento. Nos vuelve a ilustrar sobre la piedra filosofal que no consistía en la transformación de la materia vulgar en oro, sino en el desarrollo de esa capacidad humana de transformación, que en su práctica nos permitiría transformaciones interiores sorprendentes.
Para entender mejor esta obra se requiere primeramente conocer el contexto en el que fue creada, en el que la alquimia era un compendio de filosofía, astrología, religión, química, psicología… estamos en el Medievo, en una Europa en la que el conocimiento y la ciencia como tal estaba reservada para ciertos círculos, en dónde la iglesia católica marcaba, limitaba y definía las tendencias filosóficas, artísticas y científicas, cuando los vicios de la costumbre, reservada y miope, no permitían más que ideas establecidas. Dónde lo que no se podía entender o explicar con el conocimiento convencional y limitado resultaba cosa del diablo.
Este contexto obviamente obligó a aquel que deseaba transmitir el conocimiento a utilizar un lenguaje que no pudiera entender ningún grupo ni persona al que no fuera dirigido, por seguridad, y por conservación de la precisión de la idea original. La arquitectura en las iglesias estaba al alcance de todos, desde el pueblo, por definición vulgar, hasta los herméticos y burgueses que podían apreciar estas obras maestras de diseño y destreza, haciendo de las iglesias y catedrales verdaderos manuales de simbolismo. De alguna forma «entendible y comprendido» a distintos niveles según el grupo o persona receptora. Y así garantizar la permanencia, publicación e inalterabilidad de lo transmitido.
Sentada en las escaleras, escucho a Fulcanelli:
«A uno y otro lado del gran pórtico se suceden dos series de 12 medallones y 12 figuras que representan distintos elementos y fases de la operación alquímica. Un caballero con armadura y lanza que protege el atanor (el horno donde se prepara la cocción); el cuervo, símbolo de la putrefacción necesaria para la separación de lo puro y lo impuro que subyacen en un mismo compuesto; un hombre que sostiene un atanor abierto y, en su mano derecha, la piedra…
…En el otro extremo de la isla se sitúa la Sainte-Chapelle, erigida entre 1245 y 1248 para guardar las reliquias de la Pasión. Sus maravillosos vitrales fueron realizados por procedimientos alquímicos. Mi preferido es el de la Matanza de los Inocentes, alegoría que cifra la muerte de la materia prima en manos del mercurio, para su posterior resurrección….»
Estamos llegando al final del libro y Fulcanelli, cuya verdadera identidad no voy a desvelaros nunca por mantenerme fiel a su anonimato, nos sorprende: no da formulas maravillosas, símbolos inexplicables o recetas herméticas mágicas, más bien nos invita a la apertura al conocimiento sin prejuicios, a la humildad y honestidad, al trabajo arduo y sostenido.
Levantándose despacio mientras acaricia su barba y se pone el gorro, se despide de todos los presentes dándonos cuatro últimos consejos:
«Por el ejercicio constante de las facultades de observación y de razonamiento, por la meditación, el neófito subirá los peldaños que conducen al SABER.
La imitación ingenua de los procedimientos naturales, la habilidad conjugada con el ingenio, las luces de una larga experiencia le asegurarán el PODER.
Pudiendo realizar, necesitará todavía paciencia, constancia, voluntad inquebrantable. Audaz y resuelto, la certeza y la confianza nacidas de una fe robusta le permitirán a ATRAVERSE.
Por último, cuando el éxito haya consagrado tantos años de labor, cuando sus deseos se hayan cumplido, el Sabio, despreciando las vanidades del mundo, se aproximará a los humildes, a los desheredados, a todos los que trabajan, sufren, luchan, desesperan y lloran. Discípulo anónimo y mudo de la Naturaleza eterna, apóstol de la eterna Caridad, permanecerá fiel a su voto de silencio. En la Ciencia y en el Bien, el Adepto debe para siempre CALLAR.»
Saber, Poder, Atrever y finalmente Callar.
...mientras muevo el objetivo buscando en el exterior descubro nuevas siluetas que me sorprenden.
Con su potente lente las siluetas se vuelven enormes y cercanas, llenando este espacio como un caleidoscopio multicolor de símbolos y significados que crean simetrías inesperadas.
En el Observatorio no hay reloj, el tiempo parece haberse detenido, todo está presente y todo permanece.